Hay hechos en la historia que estremecen la conciencia social. El impacto, a veces, depende del lugar donde estos ocurren y de la capacidad que tengan sus víctimas para hacerse oír. Ya sabemos que un muerto del imperio “vale” tanto como cien habitantes de cualquier “oscuro” rincón del mundo. Estaba en Washington —una universidad norteamericana, en coordinación con una institución nuestra, pagaba mi beca para escudriñar los archivos del anexionista José Ignacio Rodríguez en la Biblioteca del Congreso— cuando tres aviones secuestrados se estrellaron contra las Torres Gemelas en Nueva York, y el Pentágono en Washington.

El Gobierno de Cuba, uno de los primeros en condenar el hecho y enviar sus condolencias a sus homólogos estadounidenses y a los familiares de las víctimas, sabía, por experiencia propia, lo que significaba un acto terrorista: entre cientos de atentados con bombas o ametrallamientos furtivos en poblados costeros de la isla, realizados desde lanchas rápidas que partían de puertos floridanos y regresaban a ellos, con sus secuelas de muertos y mutilados civiles (niños, mujeres, ancianos), cabe destacar la voladura del avión de Cubana de Aviación en pleno vuelo y la muerte de sus 73 pasajeros en 1976.

Viví la histeria patriotera que el hasta entonces impopular Gobierno de Bush hijo desplegó a su favor. “América contraataca”, era el anuncio que repetía con insistencia la televisión, como si se tratase de un filme de guerras intergalácticas, de próxima aparición. “¿Por qué nos odian?, se preguntó el Emperador ante el Senado. Y todos los súbditos, bárbaros y romanos, esperaron ansiosos una respuesta. ‘Porque somos libres’, dijo” —recordaba yo, desconcertado, en una crónica desde la capital “agredida”. El imperio, como respuesta, arrasó en años sucesivos, no una, sino varias naciones del Medio Oriente y aseguró para sí su petróleo. Nunca podrán contabilizarse los muertos de la venganza, de la reconquista, que siguen sumándose hoy en una interminable saga tristemente real. Decretó la guerra infinita contra el terrorismo, pero unos meses después, condenó a severas penas de cárcel a cinco cubanos infiltrados en grupos terroristas de Miami, que trataban de evitar que estos colocaran bombas en hoteles y discotecas de su país.

Alguna vez pregunté a Andrés Pascal Allende, quien asumió la secretaría general del clandestino Movimiento de Izquierda Revolucionaria de Chile, después del golpe de Estado organizado por los Estados Unidos que derrocó al presidente constitucional Salvador Allende e impuso al dictador Augusto Pinochet, un 11 de septiembre anterior, casi olvidado, si sus guerrilleros urbanos eran terroristas: “nos vimos obligados a usar las armas para defendernos de la represión, y a luchar por lo que era el legítimo derecho de un pueblo de oponerse a una dictadura que había violado la Constitución, que se había impuesto por la violencia, un régimen de dominación brutal. En realidad fuimos nosotros los que sufrimos el terrorismo de un estado militar que torturó, asesinó y desapareció a miles de personas, que empujó a decenas de miles de personas a abandonar su patria, dividiendo a las familias, que destruyó lo que era una convivencia hasta ese momento racional, un Chile que era todavía una comunidad”. Es la historia de nuestros pueblos.

Los israelitas enarbolan, como sus protectores estadounidenses, el ataque de Hamas (no sé por qué se me agolpan en la mente hechos que se transforman en pretextos históricos: el Maine, Pearl Harbor, las Torres Gemelas), para ripostar con una soñada “limpieza étnica” del breve territorio que todavía ocupan los palestinos. En el reciente Coloquio Patria, la presentación de la cadena de televisión panárabe Al Mayadeen alcanzó el máximo de eficacia comunicativa: como en una sala de juegos, usted podía colocarse los espejuelos y adentrase en una desconcertante “realidad virtual” y con la ayuda de un mando o cursor inalámbrico de proporciones mínimas, caminar por las calles de una Gaza real, absolutamente destruida por las bombas israelíes. Nadie le contaba, usted “presenciaba” el sufrimiento de los niños y las madres palestinas, los escuchaba en breves videos que podía seleccionar libremente, para regresar luego a la desolación de la ciudad fantasmal. Al finalizar el “recorrido”, con el pecho apretado y los ojos humedecidos, su compromiso con la lucha del pueblo palestino se había sellado. Pero no basta con sentir.

En los grandes centros de poder y de comunicación, nadie habló, nadie habla de las razones del odio, ni del doble rasero para juzgar acciones y reacciones humanas. Los medios occidentales preparan a su público de manera sistemática, construyen con minuciosidad y constancia indignas, falsas reputaciones. Es la primera etapa de cualquier guerra: hacer que los ciudadanos crean que la cultura de quién será su enemigo (unilateralmente declarado), es inferior, salvaje, antidemócrata, fundamentalista, en el plano religioso o en el ideológico. Existe una industria del odio, que reproduce y magnifica cada acción defensiva e ignora las ofensivas, en las redes sociales, en los videojuegos, en la televisión, en el cine. Cuando estalla el incidente, por lo general provocado por el futuro agresor, la opinión pública está preparada para condenar a la víctima, a veces incluso, para respaldar su exterminio.

La respuesta de los oprimidos, aparentemente desmesurada e irracional, tiene una prehistoria, la del coloniaje, la del neocoloniaje, la de las guerras de baja o alta intensidad a miles de kilómetros del “sueño americano”, la del robo de los recursos nacionales, la de los golpes de estado inducidos y respaldados, la del intervencionismo militar o político y los asesinatos selectivos, todo en nombre de algo inexistente, que se exige en un lugar y se ignora en otro, todo en nombre de los intereses “nacionales” de la potencia hegemónica. El relato no empieza el día fatal: la crueldad, la irracionalidad, el odio premeditado de los poderosos, lo antecede. El sionismo ha convertido la exclusión, la muerte y la humillación de millones de judíos por parte de la Alemania nazi, y el texto bíblico, increíble paradoja, en excusas para la exclusión, la muerte y la humillación durante décadas de millones de palestinos, y la construcción de un gran Israel que expulse de la “tierra prometida” a “los otros”, que han vivido durante siglos en ella. Antisemitas son en realidad los sionistas que exterminan a los palestinos, semitas ellos también, hijos ambos pueblos de un mismo tronco.

No basta con que rechacemos la barbarie, ante la cual personas decentes de derecha y de izquierda pueden sentirse horrorizadas. La eliminación del imperialismo, que es trasnacional, y la eliminación del sionismo, que le sirve, constituyen premisas necesarias para la liberación de los pueblos estadounidense y judío: somos antimperialistas y antisionistas porque amamos al pueblo de los Estados Unidos y al pueblo judío, pero también al pueblo palestino, y al saharaui, y a cualquier otro pueblo oprimido. Porque amamos a la Humanidad en su hermosa diversidad, porque no admitimos la tesis seudodarwinista de que hay pueblos superiores y pueblos inferiores. Es necesario que este episodio revele definitivamente la naturaleza del imperialismo, del sionismo y del fascismo que anida en ellos. Es la única manera de empezar a construir el amor.

Fuente: Cuba en Resumen